Diario de un cuerpo en guerra

2022-10-08 18:08:33 By : Mr. Tengyue Tao

El padecimiento de una extraña enfermedad genética que solo experimentan 65 personas en el planeta, derivó en esta historia personal que el cronista Mati Fernández relata con brillante destreza descriptiva, humor y honestidad sin autocompasión

Es la primera vez que voy solo al médico.

No sé casi nada sobre mi cuerpo. Ella, en cambio, sabe todo.

Estoy nervioso. Lo miro a Fabi, me aprieta el brazo como si dijera: «Vamos». Me puso una camisa rayada y un pantalón de jean con un parche negro, el pelo para la derecha. A mamá le dije que iba a entrevistar a un entrenador de fútbol para un perfil, que me iba a recibir en su casa con té y galletitas, que volvería cerca de las siete. A papá no le dije nada. Cada vez que voy a un estadio a trabajar, lo veo parado en un rincón haciéndose el distraído. Si le pido que me venga a buscar a tal hora, aparece un rato antes en su camioneta cuatro por cuatro.

Mi hermano Agustín me carga en el asiento de adelante y me lleva a la entrevista que voy a tener con mi pediatra, María Fernanda de Castro, médica del Garrahan, la mujer que se hizo cargo de mi caso, la que nunca lo abandonó hasta que cumplí dieciocho y debí dejar el hospital de niños.

Ahora necesito salir sin que nadie se entere. No quiero que sepan de este libro que escribo.

Agustín, mi hermano, estaciona en doble fila. Me desabrocha el cinturón, baja, me alza y un motoquero frena para mirar. Me siento en la silla, respiro. Estamos en Once, a tres cuadras del Abasto.

—Es en las torres de allá —nos avisa Agustín, mientras se sube de nuevo para irse—. Suerte.

Le digo a Fabi que doble a la derecha pero gira hacia la izquierda. A veces no sabe diferenciarlas, o será que yo digo acá y allá con la cabeza en vez de indicar con claridad. Soy un perro de supermercado chino que cabecea para un lado, para el otro. Rodeamos la manzana —Gallo y Guardia Vieja, rejas, una muralla verde que separa las torres de la vereda— y no encontramos la entrada. Damos vueltas de una esquina a la otra. Pienso que es una trampa, que no voy a llegar nunca. Al final la encontramos.

Le decimos al portero que nos espera la doctora de Castro Pérez. Pase, dice. La silla avanza hacia el edificio. Tomamos el ascensor. Fabi toca el botón del piso 19 y me miro en los espejos. Me quiero morder el labio pero no puedo. Tengo muchas preguntas para hacer, pero no sé si me voy a animar. Por ejemplo: no entiendo por qué el bulto de mi pera, a medida que desciende, se oscurece como una cacerola quemada con hollín. Tampoco por qué mi boca no se cierra ni un centímetro. O por qué me agarran ataques de pánico: tiemblo, me dan puntadas en el corazón, me falta el aire, siento que me muero. O por qué aguanté la enfermedad: no recuerdo el momento en el que sucedió, el día que no morí. Son todas imágenes vacías, muertas.

¿Por qué nunca me explicaron nada?

El hospital era un arcoíris: rampas de colores, frío tenebroso en un pasillo, calor intenso en otro y el sol entrando a través de una ventana rota o de una ranurita. Fernanda nos recibía en una pieza medio escondida del Hospital de Día, el sector verde, donde era jefa. Siempre había alguna paloma picoteando migas del suelo. Nos metía en un cuartito, se lavaba las manos y me levantaba la remera: el brazo rojo como el fuego, duro y caliente, el dolor al tocar la piel tirante, los nódulos. Hinchado como pata de elefante, decía mamá. Era celulitis, pero no de la que tienen muchas mujeres. La celulitis es una infección común de la piel causada por bacterias, y se puede presentar en cualquier parte del cuerpo. Empieza en una zona pequeña pero luego se va agrandando como un hongo. Y entonces el cuello colorado, la espalda tomada, el pecho voluminoso. Si la infección no se trata con antibióticos inyectables, en pocas horas se puede propagar hacia los músculos y las articulaciones y volverse grave.

O por qué aguanté la enfermedad: no recuerdo el momento en el que sucedió, el día que no morí. Son todas imágenes vacías, muertas. ¿Por qué nunca me explicaron nada?

A Fernanda le bastaba un segundo para darse cuenta y me decía: te vas a quedar unos días, hay que matar esa infección. Entonces yo lloraba sin ruido, se me caía la baba, venía una enfermera que decía “a ver la patita, mostrame el bracito, angelito, así, criaturita, gracias, ahí viene el pinchacito”. Y movía la aguja, ay, y la arrastraba por la piel, qué dolor. Pero no encontraba la vena finita para conectar la vía por donde tenía que pasar la medicación. Me pinchaba mil veces. No había caso. Tenía que venir la mejor mano de todo el hospital, Angelita, la enfermera que caminaba como anciana pero llegaba a tiempo. Fernanda entonces iba a pedir una habitación en el área naranja, mamá hacía el trámite de ingreso y papá me compraba un jugo de manzana con un alfajor. Fernanda volvía con los papeles, los tacos, el flequillo desmechado, y buscaba las palabras adecuadas para hacerme comprender lo inexplicable: una internación.

La recuerdo así: firme, sincera. No dudaba, prefería matarme a medicación que asumir riesgos. Mejor estudios de más que de menos. Gracias a un estudio del sueño que ella me mandó a hacer —acostarme en una habitación pálida, cablecitos en el cuerpo, el pelo pegoteado— descubrí que debía usar un respirador para dormir.

Ahora, años después de todo eso, esperamos media hora en la sala de espera de su consultorio privado. Fabi pasa niveles de un jueguito en el celular. Un perro duerme despatarrado en el balcón, que tiene una vista inmensa de la ciudad. Una nena me mira y se abraza a la madre como muerta de miedo. Soy raro entre los raros. Fernanda abre un poco la puerta para mirar quién está y le sonrío: sabe que vengo por otra cosa, que no tengo prisa.

—Ahora pasá vos —dice y me señala, mientras un nene sale del consultorio con su mamá.

Fabi deja mi celular en el escritorio, el grabador prendido y Fernanda le pide que se vaya.

—Pero por ahí lo querías conocer, es mi acompañante, pueden charlar —le digo a Fernanda.

Saca una silla para que entre la mía y me pueda acomodar mejor.

—Sí, sí. Pero la charla es con vos. No te arrugués ahora.

Le quiero preguntar qué tal su vida, pero no sé nada. ¿Tendrá nietos, hermanos, padres? Hasta ahora, me importaba tan poco su vida como la mía. Dice que está vieja pero la miro y no le se notan las arrugas. El pelo castaño le brilla ante el fondo de edificios grises. Este no es el mismo consultorio que yo conocí de niño: hay más ruido. Y ahora vengo yo, no mis representantes. Me mira a los ojos.

—Escuchame, ¿cuántos años tenés? Tu médica está revieja.

—Veinte. No te voy a preguntar a vos.

—Yo 56. Cómo pasa el tiempo, querido.

Es 8 de marzo de 2018, las 18:45. La última vez que nos vimos fue en octubre de 2015: me iba de viaje de egresados a Bariloche, papá tenía miedo por el aire de los aviones.

—Bueno, ¿qué me querés preguntar?

—Primero te tengo que contar la historia que estoy escribiendo.

Apoya las manos en la mesa —los dedos con crema humectante, pocas venas— y se acomoda los anteojos.

—Nunca quise contar esta historia. Ni ser periodista ni escritor. La secundaria me había dejado poco. No sabía bien qué quería. Andaba medio en cualquiera. Mamá me insistió para que terminara el colegio; me copié en el último examen, en el otro inventé. Después, me anotó para seguir el terciario. Empecé a estudiar, me hice un blog. Escribía todos los días. Uso un teclado virtual de la pantalla de la compu, agarro el mouse y cliqueo letra por letra hasta formar las palabras. Antes escribía lento pero ahora rapidísimo. En la cama, en la cocina, en el patio. En la terraza. Marcelo, un profesor de ETER, me propuso contar mi enfermedad. Al principio le dije que no.

Nunca quise contar esta historia. Ni ser periodista ni escritor. La secundaria me había dejado poco. No sabía bien qué quería. Andaba medio en cualquiera.

—No quiero quedar como un ejemplo de vida, ni que hagan notas titulando «La historia de superación de Matías». Pero al final me convenció. Le dije que lo escribiera otro, que viniera a casa, me entrevistara. Pero me convenció. «Si hay un tiro libre no lo tiene que patear Mascherano —dijo—. No va: lo tiene que patear Messi. El libro lo tenés que hacer vos».

—Yo te puedo ayudar con la parte médica, pero la vida tuya nadie más que vos la sabe: nadie la vivió todos los días.

No se lo digo, pero cuando trato de recordar esos días —los de mi infancia, la adolescencia— no recuerdo nada: nada. Ahora me siento un psicótico que se disfraza de algo que no es: una persona que habla y se comporta diferente, que no encaja con el tamaño de su cuerpo. Soy un hombre —o casi— en un cuerpito de engendro.

—Tu niñez tuvo un desarrollo social increíble. Tu enfermedad y todas las intervenciones médicas no interrumpieron tu desarrollo como ser humano. Eso es impresionante, Matías.

—Hay personas que teniendo la milésima parte de lo que vos tenés, no pueden proyectar una vida. Vos tuviste y tenés un motor interno que se llama resiliencia: es la capacidad de transformar situaciones adversas en situaciones de crecimiento.

—No fuiste un tipo que fue sano y un día, a los once años, dejó de estarlo. Vos gestaste tu vida con lo que te fue pasando, no hubo un antes y un después: hubo un continuo. Semana a semana tu vida fue así. A veces uno tiene cualidades que no tienen explicación. Cuando estabas internado me rompías los quinotos para ver cuándo te iba a dar el alta: que mañana vienen mis amigos, que mañana tengo que salir, que hay una fiesta en un boliche. Eras insoportable. Y la internación era de ¡cinco! días. Pero no, con vos tenía que durar tres menos. Tu discapacidad, bueno, es tamaño baño. Tenés que encontrarle ese sentido a esta historia.

—Sí, puede ser. Pero sé muy poco. No sé bien qué es lo que tengo, ni los riesgos. Y los quiero saber. Yo era chico y veía que te ibas a hablar con mi mamá y mi papá. Incluso en la actualidad: mi mamá prefiere no hablar adelante mío. Entonces quiero saber qué era todo eso. Ahora estoy más solo. Ya no voy más a la casa de papá. Ir allá es perder tiempo: llego, como, me baño y me voy a dormir. En cambio mi casa es mi mundo: puedo leer, escribir, acostarme a cualquier hora, juntarme con los amigos.

No fuiste un tipo que fue sano y un día, a los once años, dejó de estarlo. Vos gestaste tu vida con lo que te fue pasando, no hubo un antes y un después: hubo un continuo. Semana a semana tu vida fue así.

—¿Y por qué no lo hacés en lo de tu papá?

—¿No te sentís cómodo?

—Va por ahí. Y porque no es lo mismo. Ahora viene él, me baña, me da de comer y se va: el tiempo es todo para mí. Quería que lo conozcas a Fabi porque con él salgo a todos lados. Trato de ir tomando cierta distancia de mis viejos.

—¿Y eso no dañó la relación con tu papá?

—Y a la mañana cuando no va el acompañante, ¿con quién estás?

—Con mi vieja… bah, o con la enfermera que llega como a la una de la mañana y se va doce horas después. Me levanto tipo diez. Y entre que desayuno y me cambian las gasas, llega el acompañante. Hasta hace unos años me vestían mis papás, decidían qué ropa me ponía.

— ¿Y quién te viste?

—El que esté: mi vieja, la enfermera o Fabi. Me gustan las remeras floreadas, los pantalones ajustados, el reloj bien apretado en la muñeca.

Se me acaba el tiempo y le pregunté poco. Fernanda se pone de pie.

—Esta historia clínica es tuya —dice y me alarga una carpeta, pero yo no la puedo agarrar—. ¿Dónde te la guardo? Acá, en tu mochila. La vas a leer toda. Primero te doy el papel del pedido de la silla motor, que lo hicimos en 2009. También el resumen de la historia clínica que le di al Sanatorio Güemes cuando te trasladé. Porque estas cosas son tuyas.

Quisiera arrancárselas de un tarascón. Repetir como un nene: mío, mío, mío.

En el hospital despertaba como si estuviera abajo del agua: los ojos cerrados, las sábanas blancas me tapaban las piernas, la máscara tapaba mi mirada de vaca boba que recibe antibióticos. Fernanda llamaba a la enfermera para que me sacara la aguja clavada en la vena, las vendas. Todas las médicas me trataban como un bebé, y ella me decía: te vas, mi chiquito. Yo, cuando me iba, hubiera saltado de la felicidad.

—Mirá —dice, consultando una ficha—. El primer día que te atendí fue el 31/12/2001: cinco años y once meses tenías. ¡En año nuevo te trajeron! Mirá —dice, acercándome la ficha—: está amarilla. Son las mismas porque siempre uso la misma marca.

En el hospital despertaba como si estuviera abajo del agua: los ojos cerrados, las sábanas blancas me tapaban las piernas, la máscara tapaba mi mirada de vaca boba que recibe antibióticos.

Nos despedimos, y me dice que la próxima vez nos encontremos fuera del consultorio, para hablar más sueltos. En el ascensor una mujer que baja con su nietito me confunde con una nena. Salimos a la calle y llovizna.

Mientras yo estaba en el consultorio, papá le preguntó por teléfono a Agustín dónde estaba y me mandó un mensaje al celular. Lo leo: pregunta qué hago en esta zona, porque tenemos un sistema de ubicación y rastreo en tiempo real: gracias al Google Maps, los dos sabemos dónde estamos. Quizás piensa que estoy haciendo mierda la tarjeta de crédito en el shopping. Me manda otro mensaje porque le clavé el visto. Le desactivo la ubicación del GPS para que no pueda rastrearme.

Pedimos un auto y volvemos a casa. Fabi me acuesta en el asiento de atrás, carga la silla en el baúl y me pregunta cómo me fue.

Me siento en sus piernas, apoyo mi cabeza en su pecho y miro por la ventanilla para perderme en la noche y en los pensamientos.

Mamá y papá se van a hablar afuera con la pediatra. Siempre pasa. Vengan, chicos, dice la médica. Ya vuelvo, Mati, no te asustes, me avisa mamá. Dejan la puerta entreabierta y los veo discutir entre ellos. No sé de qué hablan. Tengo trece años. Ahora me doy cuenta de que nunca supe nada. Desde la cama los veo hablar y me pregunto si me detectaron un cáncer o si moriré en las próximas horas.

Me siento en sus piernas, apoyo mi cabeza en su pecho y miro por la ventanilla para perderme en la noche y en los pensamientos.

Al lado mío una beba duerme con un cablecito pegado con cinta a la nariz. Yo creía que era un moco. La tele pasa dibujitos. En el ropero se amontonan sal, queso rallado, sobres de azúcar y un yogur que no tomé. En el de mi compañerita de habitación no hay nada.

Me tienen recontra drogado. No tengo hambre ni sed, me río solo y deslizo las piernas por las sábanas blancas. La medicación pasa lenta por la vena y me arde. El gusto, tan guacho, ya llegó a la boca. Suelo exagerar los dolores, lo confieso: prefiero que me pinchen a tener que tomar clindamicina en jarabe, un antibiótico que parece ácido transparente. Me quedo mirando cómo caen las gotitas de las bolsas. Tengo miedo de que deje de pasar, que la vía se haya tapado. O de que la burbuja que se formó entre en el cuerpo. Me pincharon siete veces en la pierna, tres en el brazo. El brazo de nuevo está hinchado y rojo. Fiebre, temblores, el brazo duro. Se infló de líquido como una roca y quedó colorado.

Vuelven mamá, papá, la médica. Simulan una sonrisa. Fernanda —tacos altos, pollera— va al baño. La quiero. Me aloja en la sala de internación mejor equipada, deja las ordenes y aparece pocas veces. Como ahora. Por la celulitis me internan dos veces al año y la medicación, sí o sí, tiene que ser endovenosa. El efecto es más rápido. No era nada lo que hablábamos, Mati, me dice mamá al oído. Los médicos son medio cagoncitos y por las dudas te dan con todo, pero vos tranquilo, no los voy a dejar, entramos y salimos, son dos días nada más.

—Matías, vos me ponés en problemas —se ríe Fernanda acercándose a la cama—. Me hacés rajarte antes de tiempo.

Todas las médicas, las que me gustan y las feas, me tratan como un nene. Preguntan si me duele y digo que no. Preguntan si me siento caído y digo que estoy excepcional. Total a veces no entienden lo que contesto. Qué dijo, mami, no entendí, dicen. Pero Fernanda es diferente. Entiende que afuera tengo una vida, que no puedo seguir perdiendo el tiempo.

Suelo exagerar los dolores, lo confieso: prefiero que me pinchen a tener que tomar clindamicina en jarabe, un antibiótico que parece ácido transparente.

Papá se fue a trabajar y hasta mañana a la noche no vuelve. Mamá me hace masajes, intenta drenar el brazo. Salí, no me toqués, que para eso está la medicación. Me baña en la camilla. La madre de la beba ya volvió y le pregunta a mi vieja qué me pasó. Una enfermedad de la piel, dice mi vieja, pero mirá que habla y piensa y tiene muchísimos amigos, un millón, son de oro, contale vos, Mati.

No le cuento nada. Huelo milanesas. El almuerzo está por llegar. Pero solo le dan comida a los pacientes. La mamá de la beba se va a cagar de hambre. Se irá acá a la vuelta a juntarse con las demás, en ese cuartito verde, a comer pan duro y cartonear agua caliente para el mate.

El sol ilumina toda la piecita y hay que bajar un poco la persiana.

Dentro de seis horas me van a volver a pasar el antibiótico, pero ahora vamos a dar una vuelta. El pasillo es largo y radiante. Los enfermeros se detienen y nos preguntan adónde nos vamos. Mamá les dice: damos una vueltita y venimos. Me cruzo a un hombre enano y lo miro mal.

Me alejo del sector de internaciones. La rampa para bajar es muy empinada, dice mamá, te me vas a caer. Me baja de espaldas porque no le dan las fuerzas. Abajo hay una capilla. Dos viejas rezan pero pienso: tu hijo o tu nieto no se van a salvar por lo que hacés. Mamá cree en Dios. Se ven las rampas de colores, cruzadas. Una que sube, otra que baja. En la que sube dos médicas me fichan y una, con mucho asombro, mira a la otra y me señala. Abre la boca, se la tapa. Le guiño el ojo.

El hospital es un laberinto. Pero tiene salida. Al fondo del camino hay dos gorditos: los de seguridad. Hay olor a pancho. Pasamos por un kiosco, tres mujeres se chupan los dedos. Una nena con trenzas y barbijo tose. Estamos a dos metros del chequeo de los policías para salir. Me tapo la vía de la pierna con el pantalón para que no la vean. Le digo a mamá que se calle y que solo avance: Avanzá, pasá de una. Pasamos.

En el hall central las madres parecen murciélagos, los padres se tiran a dormir en los bancos. Acá también todos me miran a mí.

La mamá de la beba se va a cagar de hambre. Se irá acá a la vuelta a juntarse con las demás, en ese cuartito verde, a comer pan duro y cartonear agua caliente para el mate.

Todavía no me dieron el alta. El parque está rodeado de jacarandás; a mamá le fascinan las plantas, las palomas, las flores. Arranca una y me hace olerla. Nos sacamos una foto, abrazados.

Un policía deambula por todo el parque. Es un gordito. No nos alcanza ni en pedo si aceleramos con la silla. Mamá invitó a una amiga mía de sorpresa y tiene la idea de cruzar a las carpas que se ven enfrente, el parque que no pertenece a esta cárcel. Hay una obra de circo internacional que empieza en media hora. Entonces tiene un impulso, cruza la valla y nos vamos. El policía queda en la otra punta.

Mi amiga, mi mamá y yo cruzamos la calle. Si nos pisa un colectivo mamá se tiene que hacer cargo. Me estoy fugando. Y pienso: nos hubiésemos ido a casa. Llegamos a la puerta del circo y no pagamos entrada por discapacidad. Primero le pidieron el certificado. Hasta que me vieron.

Entramos al lugar, Polo Circo, donde se presenta un grupo francés de circo contemporáneo que viene por primera vez a Argentina. Un famoso de la tele presenta la obra. No lo puedo creer. Pero estoy acá, nos fuimos. Empieza. Unos hombres bailan jazz, unas chicas rubias revolean manzanas, las muerden, se paran encima de ellas, en dos pies, en uno. Una me ve y se desconcentra. Casi se cae.

Si nos pisa un colectivo mamá se tiene que hacer cargo. Me estoy fugando. Y pienso: nos hubiésemos ido a casa.

—Ma, apenas termina nos vamos a casa, ¿no? —le digo en voz baja.

Es de noche. Volvemos esquivando baldosas rotas y pozos porque todo está oscuro. Mi amiga se va. La zona es peligrosa. Tendríamos que haber vuelto hace media hora, nos pasamos del horario de la medicación. Lo importante es que disfrutamos, dice, que te ubicaste en tiempo, que estuviste en un espacio amplio y aprovechamos.

Entramos por la guardia porque la entrada central está cerrada. Hay personas tosiendo, gritando y pidiendo que las atiendan. Llega el momento más difícil. Hay que pasar a la policía.

—Ma, te lo pido por favor, no cuentes nada, no pidas disculpas, no abras mucho los ojos, no te rías.

—Nos rajamos —se ríe, y una luz mugrienta le ilumina la cara.

Después entramos, como si no hubiera pasado nada.

Es miércoles 30 de mayo de 2018.

En el ascensor escucho el pitido del cambio de piso y mi respiración forzada. Piso tres, cuatro, cinco. El tiempo pasa tan lento como si estuviera ascendiendo en la vuelta al mundo de un parque de diversiones. Ya es tarde. El ascensor se abre a un pasillo oscuro. No sé cómo encontrar ese olor a consultorio, a sillones perfumados. No me acuerdo la letra del departamento.

—Llegaste, mi chiquito —dice Fernanda, mi médica, abriendo la puerta.

Se nota que se duchó hace poco y tiene la piel tostada.

Ya leí todo lo que me dio. Tres días después de haberme ido de su consultorio en el Abasto, me senté en la reposera, esperé a que mamá se fuera a bailar al teatro, prendí la luz de lectura y saqué los papeles de la mochila. Fabi sacó las hojas del folio, todas ordenadas. Me las sostuvo en el aire y leí. Pasá la hoja, le decía, pasá. Y pasaba. Al principio no encontraba nada que no supiera: las primeras páginas explicaban qué era la enfermedad, qué zonas afectaba y cómo iba carcomiendo el cuerpo. Decían que era una enfermedad crónica: para siempre. Después mencionaba quiénes me la habían detectado —al final fueron dos: la dermatóloga Margarita Larralde de Luna y la doctora María Cordisco— y que la diagnosticaron a los ocho meses.

Después leí que yo había usado yesos, y recordé estar en la cama con las férulas y las patas para arriba. Vi fotos que nunca me preguntaron si me podían sacar. Seguí leyendo y aparecieron muchas internaciones por celulitis, una por año, y dos operaciones: en el 2000 me sacaron el nódulo del pecho y el de la ceja; en 2002 el de la pera y me estiraron un poco las piernas. Me acuerdo que en ambas ocasiones, antes de entrar al quirófano, estaba en un salón blanco y frío, me daban un sedante para dormir y yo hacía fuerza para que los ojos no se cerraran.

Decían que era una enfermedad crónica: para siempre. Después mencionaba quiénes me la habían detectado —al final fueron dos: la dermatóloga Margarita Larralde de Luna y la doctora María Cordisco— y que la diagnosticaron a los ocho meses.

Mientras leía me miré el cuerpo para verificar: el papel decía que me habían arrancado los nódulos, pero revivieron. Ahora parecen kiwis podridos. El papel también decía que las personas que padecen esta discapacidad tienen el cuerpo chico, un tamaño diferente al de su comportamiento y sus inquietudes. ¿Hasta cuándo voy a tener el cuerpo de un niño? ¿Cuándo me saldrá pelo en la axila? ¿Mis brazos podrán estirarse, ser más largos para tocar y abrazar a alguien? ¿En qué año dejaré de usar talle 8 de niño y pasar al small, médium y large de la edad adulta? ¿Fue fortuna que recién ahora mi cuerpo expulse olor a chivo y que me hayan salido muchos pelos en las partes íntimas, que un amigo me haga hacer pis y diga que tengo el pito grande y desproporcionado para mi cuerpo? ¿Por qué mido un metro si tengo veinte años?

Mientras leía me miré el cuerpo para verificar: el papel decía que me habían arrancado los nódulos, pero revivieron. Ahora parecen kiwis podridos.

De pronto, leí una palabra que me aterrorizó: hereda. Te pusiste blanco apenas la escuchaste, dijo Fabi. Los papeles decían: «Es un trastorno poco frecuente que se hereda en forma autosómica-recesiva».

¿Mi hijo tendrá la misma discapacidad, será otro de la misma especie?

Mamá me descubrió las hojas, aunque no me las sacó. No supo, tampoco, cómo las conseguí. Vio algo grandote, como un libro de estudios, y miró para otro lado. Yo esperé que se fuera para volver a husmear. Pero antes le pregunté.

—Ma, ¿si yo tengo un hijo, dentro de muchísimos años, aunque no creo, nace igual?

—La única manera de que un hijo tuyo salga igualito es que la madre, además de vos, también tenga el gen de la fibromatosis.

Respiré. A Mayra no me la voy a coger, ni cerca. Seguí leyendo. Los nódulos miden entre diez y doce centímetros de diámetro, decía el papel. De esta enfermedad no se saben sus causas, su evolución en la mayoría de los casos es incierta y no tiene carácter infectocontagioso. Basta, grito por dentro. Quiero que las personas dejen de pensar que contagio. Por eso me saludan de lejos, no me dan beso en el cachete, ni se acercan: apenas la manito abierta que dice hola por compromiso.

¿Hasta cuándo voy a tener el cuerpo de un niño? ¿Cuándo me saldrá pelo en la axila? ¿Mis brazos podrán estirarse, ser más largos para tocar y abrazar a alguien?

Fernanda me hace pasar a su consultorio. Tengo sed y me mojo los labios con la lengua. La ropa que me queda grande. Vengo a hacerle preguntas, pero me confundo. No recuerdo ninguna. Mi celular quedó afuera, con Fabi. Él me cuida todo. Tengo que levantar la vista, mirarla —hoy está más bella: tiene los labios enrojecidos, los pómulos brillantes, el hoyuelo tímido— y preguntar.

—¿Sabés lo que laburé, mi chiquito? Tuve que ir al archivo a buscar la historia de-pa-pel. ¿Y tu lista de preguntas?

Nunca supe cómo Fernanda llegó a ser mi pediatra. Para mí era, simplemente, alguien que me mantenía con vida. Me pasaba ese metal frío para auscultarme por la espalda, intentando esquivar nódulos. Me sacaba la ropa hasta dejarme desnudo y controlar cada parte de mi cuerpo. Papá y mamá la miraban como si la conocieran de toda la vida. Apenas una hinchazón: llamado a Fernanda, consultorio, vuelta a casa. Apenas una fiebre alta: llamado a Fernanda, consultorio, vuelta a casa.

—¿Cómo fue que nos vimos por primera vez? —le pregunto.

—Tu papá llegó a la guardia del Garrahan y buscó a la especialista en FHJ. Él se había enterado que atendía a Mayra, la otra. Entonces le aclaré: «No: yo solo la conozco, no sé nada de la enfermedad». Al final me rendí y le dije: «Bueno, hay que ver Matías». Vinieron por primera vez al consultorio y ahí charlamos, te vi todo flaco. Pero yo especialista no era. Nunca más vi a otro paciente, sólo conocí tu caso.

Cada vez que Fernanda dice caso, me mira de pies a cabeza.

—Che, antes que nada, antes de empezar a hablar a fondo: ¿vos estás yendo a tus controles con la nueva doctora?

—No, hace rato. La otra chica no sabe manejarse tanto conmigo. Es copada, pero no la tiene tan clara.

—¿Y yo qué tengo de claro? Si de la enfermedad no pude arreglarte nada.

Papá y mamá discutían. Estaban divorciados desde antes de que yo naciera. Cuando estaba internado, uno se quedaba una noche, el otro la siguiente. Intentaban dormir apichonados en un sillón bordó, al lado de la camilla, con una almohada. A veces apoyaban la cabeza en el metal de la cama y cerraban los ojos como rezando.

Mejor que no se cruzaran. Papá era un poco machista, no consideraba que fuera un trabajo que mamá estuviera todo el día ayudándome y encargándose de la casa: él trabajaba diez horas en el negocio de computación y traía el dinero. Mientras yo estaba internado, mis hermanos se quedaban en casa y esperaban a mamá para que les cocinara algo. Papá llegaba al hospital y como mamá no se despegaba de mí, se veían sí o sí. Competían: no se sabía quién sufría más. Yo estaba tirado en una cama, drogado, con los brazos cruzados sobre el relieve pedregoso de mi pecho. Esperando a Fernanda para ver si podía irme.

Basta, grito por dentro. Quiero que las personas dejen de pensar que contagio. Por eso me saludan de lejos, no me dan beso en el cachete, ni se acercan: apenas la manito abierta que dice hola por compromiso. Yo no muerdo.

—¿Cómo era mi papá cuando yo era chico? –le pregunto ahora, en el consultorio—. Lo recuerdo muy asustado. Una vez me agarró bacteriemia. Estaba en la casa de Josefina, su mujer en ese entonces, y empecé a temblar, a titiritar con los labios violetas. Salimos a la calle, me metieron en el auto y mi amigo Tomi empezó a revolear un papel blanco por la ventana. Fuimos disparados al hospital. A mi viejo lo vi pálido.

—Cada vez que te enfermabas, tu viejo se asustaba muchísimo. Tu mamá siempre estuvo más preocupada por el futuro. Y sin embargo, para tu papá vos siempre estuviste bien. Tu mamá siempre tuvo mucho más miedo a la muerte que tu papá. Tu mamá quería hacer un montón de cosas y tu papá se paralizaba. Tus padres eran blanco o negro, River o Boca.

—¿Cómo era mi mamá?

—Me discutía siempre cuando te internaba. Quería atormentarte lo menos posible, porque vos tenías una vida afuera.

—Pero, por ejemplo, sé que ir a natación me puede hacer muy bien. En el agua yo camino. Y me quise anotar, pero mi vieja dijo que todos teníamos que estar de acuerdo. Y mi viejo dice que no me lo paga, porque me puedo infectar la piel y las papulitas.

—¿Y con tus hermanos mayores: cuánto tienen que estar de acuerdo tus padres para decidir lo que hacen ellos?

—En nada: no existe. Mis hermanos hacen lo que quieren. Pero yo no tengo plata para poder pagarme natación y cerrarles el culo. Decirles «che, todo bien con que vos no quieras, pero es mi vida y lo hago aunque no te parezca». O sea: yo no voy a meterme en un agua sucia para que se me infecte la piel; tarado no soy. Pero ¿qué riesgos hay si me meto en la pileta climatizada de un club? ¿Qué podemos hacer para que pueda meterme media hora o, al menos, un ratito con mi acompañante?

—¿Tenés escaras? ¿Estás con agujeros en algún lugar?

—No, solamente tengo un poco abierto el nódulo de la cabeza y tengo papulitas bordeando la panza.

—No importa. Te lo ordeno yo, va a mi nombre. Te metés en la pileta y cuando salís te das un buen baño con agua y jabón blanco, sacás el cloro, los bichos, y se terminó la historia.

Me río. Gracias, quiero decirle. Pero le sigo preguntando.

Tu mamá siempre estuvo más preocupada por el futuro. Y sin embargo, para tu papá vos siempre estuviste bien. Tu mamá siempre tuvo mucho más miedo a la muerte que tu papá. Tu mamá quería hacer un montón de cosas y tu papá se paralizaba. Tus padres eran blanco o negro, River o Boca.

—¿Y Mayra, la otra? ¿Cómo era de beba? —insisto.

—Mayra tenía muchas menos lesiones. Ella podía cerrar la boca, nunca necesitó un aparato para respirar por las noches. Era un poco más leve que con vos, pero las manos y las orejas estaban iguales a las tuyas. Y también tenía el cuerpo chiquito, la dificultad para extender las articulaciones, las manos encogidas y con muchos nódulos, como los tuyos, y también en los pies.

—A mí me contó que estaba en primer año de la secundaria.

—¡¿De la secundaria?! Pero si tenía como 26 años…

— «Me ganaste», dijo ella. Porque yo terminé la secundaria. También me contó que la madre estaba con asma y taquicardia, que por eso no pudo continuar.

—Ella por ahí tenía déficit intelectual, no sé bien. Pero son dos contextos muy diferentes. La familia de Mayra, y ella misma, tienen una cosa muy evangélica. Las explicaciones de la enfermedad las relaciona con la Iglesia. Como si dijera «esto es lo que me tocó a mí en la vida». Aceptó su vida y se quedó ahí.

—Vino a mi casa hace muchos años. Mi papa quería contactarla. No sé para qué. ¿Vos sabés? Yo no quería ni verla.

—Yo pienso que él creía necesario encontrar a papás que estuvieran pasando por la misma situación. Creo que nunca más la contactaron.

—No, por suerte. Hasta que la volví a contactar yo.

—Hablando de contactos: después te paso el de la nutricionista y el de los cirujanos, de la doctora Nadal, del doctor Roncoroni. El que te seguía a vos, el doctor Dogliotti, el que te operó veinte veces, falleció.

—No, veinte no, pero te ayudó un montón. Murió el año pasado de un cáncer de páncreas. Siempre hablábamos de vos con él. Además, llevaba la computadora al negocio de tu papá para que se la arreglara. Pero quedó la doctora Nadal. Y no sé si te acordás, pero hubo un día en el que estuvimos en el hospital porque vos te querías operar la pera y el nódulo de la cabeza. Había una doctora muy canosa, de pelo corto, Gloria Manassero, que te quería operar. Me acuerdo que éramos un montón en el consultorio, todos apretados.

—Sí, creo, que había un morochito.

—El doctor Anderson. Ellos te querían operar. Pero como había tantos riesgos, tus papás no aceptaron.

—¿Por qué no puedo cerrar la boca?

—Es por la articulación que une el maxilar superior con el maxilar inferior. La mandíbula tuya es dura, como el resto de tus articulaciones. Tenés una apertura bucal fija. Si te digo estirá el codo o estirá el brazo, no podés. Porque lo que tiene tu enfermedad es la rigidez de las articulaciones. Lo de la pera, te digo: si vos pudieras cerrar tu boca, el labio inferior se te iría para abajo y se te caería porque no aguantaría el peso. El hueso de la mandíbula tendría que acompañarlo.

Empiezo a sentir una extraña sensación de furia. Pienso que podría probar tomarme un pase de merca, quedar re loquito y mandibulear a ver si cierra.

—Yo hacía un ejercicio: empujaba el labio de arriba para abajo, y el labio de abajo para arriba. Intentaba juntarlos. Pero no pude. Lo que hago es reemplazar el labio de abajo por la lengua. Lo mismo para agarrar la comida.

—Tenés una lengua muy funcional.

Mayra tenía muchas menos lesiones. Ella podía cerrar la boca, nunca necesitó un aparato para respirar por las noches. Era un poco más leve que con vos, pero las manos y las orejas estaban iguales a las tuyas. Y también tenía el cuerpo chiquito, la dificultad para extender las articulaciones, las manos encogidas y con muchos nódulos, como los tuyos, y también en los pies.

A mi tía Fer, que se llama igual que la doctora, hace dos meses la atacó un virus y le produjo una parálisis facial: la boca se le desvió para un costado. No sé si puede besar, pero en principio, poco después del ataque, vino a dejar en casa a mi prima de trece para poder salir con su pareja. Apenas sonó el timbre, salí a saludarla por las rejas de la ventana y la vi. Me dio miedo. Después me acostumbré.

—Quiero hablar con la persona que descubrió mi caso.

—La doctora María Cordisco. Vive en Estados Unidos. Tengo su correo electrónico.

Pienso que no me acuerdo ni de su voz.

—¿Cómo hizo? —pregunto—. En ese entonces no te conocía, nos vimos por primera vez cuando tenía casi cuatro años.

Fernanda saca la historia clínica, se ajusta los anteojos para leer: «El paciente Matías visita por primera vez el Hospital Garrahan a los ocho meses de vida, al servicio de neurología por hipotrofia muscular en pocos músculos, y no ha logrado algunas pautas madurativas. Se solicitó una biopsia muscular que fue realizada, la cual sin embargo no dio el diagnóstico. A los pocos meses se consulta por el servicio de reumatología”.

—Porque vos ya tenías rigidez en las articulaciones y hasta se pensó que era una enfermedad inflamatoria —dice y sigue leyendo—. «Se descartan algunas, entonces ahí se va a dermatología. Y en base a la rigidez articular, la hiperplasia gingival (encías grandes que operaron) y las lesiones en piel, después de mucha investigación, se piensa que puede ser fibromatosis hialina juvenil. La doctora Cordisco manda fotos y datos a un foro de dermatología en Estados Unidos». Fue en octubre de 1999. Y entonces les dijo: «Uh, tengo un paciente así. ¿Qué es? ¿Puede ser FHJ?».

Años después, dice Fernanda, ni siquiera se pudo hacer una microscopia electrónica, un estudio todavía más avanzado sobre la biopsia para buscar estos acúmulos que tienen los tumores benignos.

—Después apareció el gen —explica.

Y después, como si nada:

—Y el estudio del gen no lo hicimos nunca. Se puede mandar para estudiar afuera porque no se sabe qué pedacito del genoma está alterado y confirma la enfermedad.

Me están jodiendo. ¿Me están jodiendo? ¿O sea que no se sabe si lo que siempre dijeron que tengo es lo que tengo?

—Pero si vos lo querés hacer, yo te ayudo —me dice Fernanda, con voz dulce.

¿Ahora? ¿Recién ahora? O sea que mi diagnóstico no está confirmado. Que nadie sabe qué es este monstruo, si dura para siempre, si voy a vivir muchos años, si voy a morir pronto. Se me marcan las venas del cuello. Mi médica utiliza las palabras hubieron y vistes. Por un momento no logro distinguir si es la persona más sabia o la más bruta de la tierra. La odio.

—Habría que hacer una consulta con genética de GENOS, un centro especializado. Te hacen la extracción de sangre y nos dicen en qué laboratorios del mundo se hace el análisis. Mandan lo tuyo, se hace el estudio y se confirma la enfermedad.

—Pero igual está parcialmente confirmada —pregunto, medio temblando—. ¿O no?

¿Ahora? ¿Recién ahora? O sea que mi diagnóstico no está confirmado. Que nadie sabe qué es este monstruo, si dura para siempre, si voy a vivir muchos años, si voy a morir pronto.

—Por supuesto. Lo que pasa es que se hizo medio a la antigua: en la era de la biología molecular, en la que podemos estudiar el genoma, en todas las enfermedades que son un perro verde uno tiene que buscar qué alteración hay del gen. Para que efectivamente el resultado diga que es un perro verde.

Como Agustín nos viene a buscar y tengo que llegar a casa en menos de una hora para que papá no se dé cuenta, tengo que irme. Fernanda se pone de pie. Hay un silencio de cinco segundos.

—Quedamos en volver a hablar del estudio molecular, entonces —dice.

—¿Qué pasa si empiezo a investigar y descubro que tengo otra enfermedad?

—Esta no es una ciencia exacta. No sabemos. Si descubrimos que es otra cosa, nos sentamos acá a pensarlo.

*Este es un capítulo que forma parte del libro Formas Propias, Diario de un cuerpo en Guerra. Tusquets/Planeta.